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25 de abril de 2013

Nicolás Llovera, Mito y Leyenda de Guardatinajas

Nicolás Llovera
 Un criador de mucha fama 
Sobre el pié de un merecure
 El caballo lo amarraba 
Aguardiente para todos 
Y así el otro día cancelaba 

Guardatinajas-Dámaso Figueredo

 En el maravilloso libro de relatos del poeta Luis Alberto Crespo, denominado Llano de Hombres, se incluye algo de la historia de este famoso personaje que se convirtió en una leyenda. Nos encanta la prosa del poeta Crespo, por lo que copiaremos textualmente casi todo su relato: 

“Entonces el viejo comenzó a morirse. Esta vez era verdad. Sus herederos revolotearon sobre sus tierras vacías como zamuros, pero allá en El Rastro, en las galeras del Pao, en los montes de Cojedes y en los caños y costas del Portuguesa, los llaneros no saben todavía como llamarlo en este mundo y se enredan al hablar de él con el presente o el pasado en que se convirtió su vida de 92 años y los otros muchos que le regaló la leyenda. Así lo nombran ahora en Guardatinajas y lo vuelven a ver llegar de “Tigrito”, el hato de los Landaeta, donde apareció como caballericero. De allá venía o viene con un puño de reses, un rucio renco y una yegüita, corrido de esos montes porque se llevaba todo el ganado alzado en el aro de su soga. 

No duró mucho en las sabanas guardatinajeñas. No le gustó el punto, decía un negro Orozco. Y salió Manuel Sandoval, el compadre suyo, y se lo llevó para donde dicen “Ojo de Agua”. Ahí se paró un tiempo y de “Ojo de Agua” tuvo también que irse. No lo quería su vecino Francisco Llamozas porque su ganado mostrenco y cachilapo no escapaba a su pericia de enlazador. Y cogió ala y tocó la puerta del hato de los Loreto. Vino pidiendo un cuarto de tierra para él, su ganado y su gente. Don Ángel Miguel le facilitó la sabana que llaman San Miguel, en la costa de Caño Rico, cerca de Chirgua, ese río tigrero que pasa por Los Araguaneyes, el hato que fue de Juan Vicente Gómez. 

El cuerpo de Nicolás Llovera en esos años era así: alto, duro, la mirada rayada como el ojo del tábano, las manazas de templar el chicote, de barrear y guayuquear en los rodeos y siempre en un caballo ligerísimo, duro e´lomo, buena rienda, especial lo que se dice un caballo para encaramárselo a un toro cachalero en un poquito de sabana o para cortarle el barajuste en el monte más cerrado. Zamarro, lámparo, astuto, ya era considerado la mejor soga de esas soledades. 

Desde los corrales de San Miguel, miraba ávido las tierras gomeras y no tardó mucho en colarle su soga de cuero a los torazos y a las vacas del Dictador, sin temerle a sus obreros y matones. Apenas se subía la luna, allá iban él y su gente. Años y mas años vivió así. Un día le llegó a un señor Borrego. Cargaba los bolsillos hinchados, gordos de real, dice la vocesota de Simón Loreto, que lo conoce desde cuando todavía no había cogido ala, y le compró legua y media de sabana a ese hombre. La llamó “La Fe”. Lejos, por “La Guacharaca”, por “Oreja e´ ratón” y se mete una legua de tierra que va a dar al Chirgua. Un gran rumor llega hasta las casas de ese hato: son los palmares que flanquean sus potreros. 

 Hasta “La Fe” vino un campesino de las costas del Portuguesa. Llegó como alucinado en busca de Nicolás Llovera. Que había encontrado un tesoro, le dijo, que le facilitara un buey para cargar el cajón. Y Nicolás Llovera le pide detalles, tú estás loco chico. Y esa misma noche se fue solo hasta donde estaba el tesoro, lo desenterró y lo escondió más allá. En la mañana fueron juntos al lugar, ¿te fijas, que tú estás loco, que aquí no hay nada?. Desde entonces su fortuna fue una confusión de cachilapos gomeros y dinero enterrado y traspuesto. Con esa historia anduvo en boca de los llaneros del Guárico, de Cojedes, por ahí, por todo eso. El ganado cogido se apretaba en los corrales de su hato. Tanto, que el hombrón y el ganadaje no cabían en las tierras de “La Fe”. 

Un día supo que Gómez había muerto. Sus caballos conocían de memoria los lambederos y los chiribitales del dictador. “Esta vez atravesó las sabanas de Gómez sin riesgo alguno, llevando el lazo abierto bajo el sol de las doce. Desde siempre le tenía el ojo puesto a “Los Araguaneyes”. Le gustaban esas sabanas y esos montes donde su arrojo y su precisión de enlazador habían cargado con miles de reses. Y fue suyo. Y también “Las Mercedes” y “Santa Cruz” y “Corralito” y “Matagorda”. Más de 40.000 hectáreas y más de 30.000 cabezas pastando en ellas, cogidas a punta de soga, de ambición y de insomnio. 

Pero su casa era “Los Araguaneyes”, era su sueño realizado: como si fuera todavía un simple caballericero y quesero de “Tigrito” colgaba su chinchorro afuera, en los corredores, entre las espuelas, los aperos y los látigos, en medio de ese olor a cochinera y cuero crudo, sin preocuparse de sus enemigos y salteadores de caminos. Y comenzó su nombramiento. Desde El Tinaco hasta El Rastro, desde Calabozo hasta el Paso del Caballo, desde Cazorla hasta El Baúl. Su poder estaba en la vista y en la memoria. 

Los peones decían que “adivinaba lo que estaban haciendo o lo que iban a hacer”. “O sabía apenas asomaba el polvo por el camino, a qué venían los visitantes, aquel viene a pedirme prestado, a quitarme los chuzos, ése es un hipócrita, ése de allá viene a pedirme carne. Se rodeó de incondicionales, crió a 14 muchachos para que fueran sus peones de confianza. Nunca promovió entendimiento entre ellos y cada uno era el espía del otro. Se unió a varias mujeres, que jamás lo hicieron feliz. 

 Sabía que todos aguardaban su muerte para heredar su fortuna, Pero nunca se moría. Nunca lo mató un caballo, ni un toro. Cuando se le trancó la orina pensaron que era el fin. Y se salvó. Lo curaron dándole un remedio, un poco de patas de grillo metidas en agua hirviendo. Compró brandy por cajas. Se bebía dos litros diarios. Se acostaba borracho, se despertaba a la una de la tarde, comía desaforadamente carne pisada, grasa de cerdo, mantequilla de queso, frijoles y hueso de venado y terrones enteros de papelón y volvía a beber. 

Tuvo 40 años, tuvo 70, llegó a los 80 y siguió y bebía igual e igual era adivino y más y más rico, sin confiar en nadie, sabiendo que todos sus millones se volverían sal y agua en las manos de los suyos. Y así fue. Su hijo adoptivo, Ramón, liquidó el ganado y sus otros familiares se disputaron zamureando hasta el último centavo de sus millones. 

De esa inmensa fortuna, solo queda la sabana sola, esos montes de “Sabana Grande”, “El Cachal”, “Los Quemaitos” y los coñales del Chirgua. Tuvo 200 gatos. Sacrificaba vacas para alimentarlos. Sus cochinos tenían inmensos colmillos. Los peones se los arrancaban a martillazos y los capaban a sangre fría. Sangrantes y ululantes los echaban en charcas pestilentes porque el viejo decía que la inmundicia era una gran medicina. “El Viejo” comenzaron a decirle en esos días. 

"Se le fue yendo la vista de sus ojos rayados, entre azules y verdes, con los que había reunido tantos millones y tanta leyenda. Ya no se subía a los caballos. Le nació una barriga de sapo y unas pecas que parecían escupitazos. Se compró un Cadillac negro que lanzaba por esos barriales y polvaredas". "Le gustaba tanto la carne que se llenaba los bolsillos de asaduras cuando salía a la sabana.” “Ciego, imaginaba a su familia detrás de sus 90 millones de bolívares y sus tierras pero lo único que le interesaba era el brandy y los menjurges que le devolvieran su perdida vitalidad viril. 

"Así lo vi, en su chinchorro, allá en “La Fe”, tratando de quitarse la ceguera con un pañuelo de tela de algodón. Esa tarde confesó que le gustaba estar solo, que no quería a la gente, que no necesitaba ni de hombres ni de nada. Y recordó al muchacho que había sido, vendedor de pan de hornos y leña en El Rastro, hijo de un general de Castro, de esos de antes, Feliciano Llovera, a quien conoció en una gallera. "

El poeta Crespo cuenta los recuerdos de Nicolás: “Yo fui coleador, arreador, quesero, enlazador. Yo enlazaba hasta el diablo. Mientras los otros dormían, yo andaba cachilapeando”. “En Caño él medio le pequé una soga a un bicho. La Yegua en que yo andaba me coleó y me cayó encima. Me di duro en la cabeza. Estuve loco. Después me mordió un zorro que tenia mal de rabia en el brazo. Me prendieron fósforos en las heridas. También enlacé a un tigre. Uno lo enlaza como si fuera ganado. Me bajé del caballo y cuando fui a matarlo me baboseó. Le dejé el cuchillo dentro” 

Yo quiero a toda vaina del llano, a todo animal. El día que yo me despierte a las 9 de la mañana estoy listo

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