Rebuscando en los estantes de La Pulpería del Libro Venezolano, me conseguí con La Rubiera, de Horacio Cabrera Sifontes. Siempre había querido leerlo y créanme que es apasionante. Aún no lo he terminado y cuando lo haga compartiré con ustedes un resumen de su contenido.
Sin embargo, entre sus páginas encontré una visión de las faenas llaneras, tal como se efectuaban en aquellas tierras, y es lo que quiero desarrollar en esta entrada.
Tal como acostumbramos, transcribiremos una importante porción del texto pues este espacio intenta hacer honor a nuestros escritores y poetas, dejando sus palabras tal cual fueron plasmadas en sus obras.
Empieza el autor hablando un poco del ordeño y de la importancia de cantarle a la vaca y luego habla del trabajo con el ganado cerril o de rodeo y de cómo el llanero consigue el aprecio y reconocimiento de sus compañeros:
Imagen tomada de Por los Llanos de Apure |
Imagen tomada de Por los Llanos de Apure |
Imagen tomada de Por los Llanos de Apure |
“Naturalmente, de mucho vale el conocimiento del medio y la veteranía del llanero cuando se trata de ganados cerriles. La res hay que enlazarla en la sabana, dominarla en lucha singular, y el mismo llanero dice; “más vale maña que fuerza”. Hay que reducir la res a una pata de palma, luego cabrestearla a cola de caballo, incitándola a embestir y burlando su furia con tanta habilidad que la distancia entre el caballo y la res debe ser exactamente aquella en que la res cree que con un poquito más de ventaja podrá engañar al llanero para matarle el caballo, por lo cual lo sigue aparentemente resignada, guiada por su furia.
Esa distancia la observan llanero y caballo, para el arranque violento en caso de la carga traicionera de la res. Así caminan alerta hasta que se establece un equilibrio de engaño a engaño, que se traduce en una marcha más o menos descansaba y aparentemente voluntaria de la res, guiada por una mecánica muscular condicionada por la rabia y la desorientación. Es de advertir que la res solo pelea para buscar hacia atrás, después de cada partida a cornear el caballo, cuando no ha salido aún de sus comederos, pero al ser guiada a terrenos que desconoce, las dudas y la desorientación contribuyen a condicionar su obediencia, siguiendo al caballo que la lleva atada a la cola, como cabrestero, sin que esto excluya su furia y su malicia.
El lazo normal a caballo se ejecuta a plena carrera detrás de la res, por su lado derecho, forzando el caballo de acuerdo al terreno y las velocidades para pasar por un ángulo apropiado de acercamiento, en que se cruzan las trayectorias de bovino y caballo. Es el momento del lazo, que para el efecto, con un hábil movimiento de la mano se mantiene abierto, a la vez que con el brazo se tremola o "tramolea" en el aire para coger el impulso de lanzamiento. Una vez caído del lazo sobre la cabeza del bovino, la mano derecha de llanero vuelve al tiro de soga, cuyo último seno tiene sujeto junto con las riendas en la mano izquierda, y ajusta el lazo. A veces, si le sobra caballo, hasta lo “zapatea” o lo “remienda” si no ha calado bien en la cabeza de la res. De allí el llanero cambia de dirección para resistir el templón de la soga amarrada a la cola de su caballo, después tiene que ingeniárselas para tumbar la res, y “acomodarla” según lo que deba hacer con ella. Si se da el caso de tener que soltarla en la sabana, hace una cadeneta con la cual le junta las patas, arrebiata el “barreador” y al tirar de él, la res queda suelta de nuevo y el llanero sobre su caballo en capacidad de defenderse de la inevitable embestida y persecución que le hará la res enfurecida.
El ganado “cachalero” de los cachales, tenía su forma peculiar de comportarse. Animales cimarrones que han crecido acostumbrados al atropello de los caballos, que siempre los alcanzan. El toro viejo cuando le fallan las fuerzas, sabiendo que lo van a alcanzar, se alista para defenderse. Si se le corre desde atrás, como normalmente se hace, el cachalero se voltea y mata al caballo, porque el ángulo de encuentro es ventajoso para el toro y el sacrificio del caballo se hace inevitable.
El llanero de la sabana apureña tiene el prurito de no ponerle la mano a soga sino cuando está sobre el animal que va a enlazar, y de dar pocas vueltas al lazo antes de lanzarlo. Al novato que da muchas vueltas al lazo se le dice que “echa espuma bajo el brazo”. Pero en la Rubiera el lazo es diferente. El lazo rubiero es un lazo pequeño, que el llanero a caballo, desde que inicia la carrera sobre los cimarrones, tramolea constantemente en espera de que el toro “dé punto” para enlazarlo. No se le corre al toro por el lado derecho, sino al contrario, por el lado izquierdo, apareándosele a la res, haciendo angularmente adecuado el acercamiento, cuando el toro se ve alcanzado y busca cornear al caballo, en ese movimiento pierde un tiempo que el llanero aprovecha para enlazarlo “por delante”, o como dicen algunos “en pala de estribo”, saliendo el toro enlazado por detrás del caballo. Toros hubo que se hicieron célebres por su velocidad y matrerismo. Toros veteranos que se habían escapado varias veces, que habían matado caballos y que maliciosamente reservaban energías para sorprender al llanero en el momento de pasarle por delante; por lo cual, llaneros también muy veteranos y no todas las veces muy bien montados, les daban un pase de prueba, si el terreno lo permitía. Hubo toros que dieron origen a leyendas, y se decía que representaban “espíritus malos”. (…) La fama de estos ganados recorría los llanos, y en alguna parte se improvisó la copla del hombre de aventura que solicita el peligro:
Me vine del alto Apure
Para meterme a rubiero
Porque le escuché la fama
A los toros cachaleros
Se usaba en La Rubiera una bayeta roja llamada “manta” que el jinete “pisaba” con la pierna izquierda contra la silla. Era un artefacto de emergencia. No se amarraba nunca esta bayeta. Su función era quitarse el toro de encima o quitárselo al compañero desde el caballo; y cuando el llanero se tiraba solo a barrear su toro, la llevaba en el hombro izquierdo “pisada” con el brazo por si el toro le reventaba la soga sin que el caballo lo templara. El llanero apureño se llenaba de orgullo al calificarse de rubiero usando su “manta”.
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