"Tocando los extremos norte y sur de la América austral se encuentran dos grandes porciones de territorio de análogos aspectos físicos y habitados por agrupaciones étnicas que presentan los mismos rasgos en sus caracteres. La una de estas porciones forma parte de la Confederación Argentina, y se extiende desde las montañas cordobesas al bajo Paraná, y del estuario del Planta hasta las estribaciones de la Patagonia. La otra comprende gran parte de la República de Venezuela y abarca casi 500.000 kilómetros cuadrados en las antiguas provincias de Apure, Barcelona, Barinas, Carabobo, Caracas y Guayana.
Característica topografía de esas extensas regiones es la línea horizontal, que a veces se prolonga hasta el límite en que la tierra y el cielo parecen confundirse. Océano de verdura del cual diríanse olas las manchas ondulantes y movibles del ganado vacuno y caballar que en ellas pasta; e islas los oteros y mesetas que sirven de refugio a hombres y animales cuando, en la estación de las lluvias, las aguas de las nubes y las que se desbordan de los ríos inundan la sabana, entonces solo transitable en bongos y canoas.
Magnífico espectáculo el de esas soledades de la América, sin límites determinados ni caminos conocidos. Cada una tiene peculiaridades geográficas y geológicas dentro de la configuración general de su superficie. A veces el suelo se esconde bajo altos pajonales que se agitan al soplo del viento; en ocasiones la tierra apenas deja ver escaso césped o palmeras enanas. En las márgenes del Paraná y el Orinoco espesos bosques donde viven en acecho el tigre y el jaguar; bajo las gramíneas el áspid; en los caños el caimán, el caribe y el temblador; en los esteros las aves acuáticas de vistoso plumaje.
(…) En la Argentina como en Venezuela, encuadrados en el marco que apenas bosquejamos, destacan el Gaucho y el Llanero su singular personalidad. Acerca de la estructura fisiológica del primero nos dice Carlos O. Bunge que: “es fuerte y hermoso por su complexión física; cetrino de piel, tostado por la intemperie; mediano y poco erguido de estatura; enjuto de rostro como un místico; recio y sarmentoso de músculos por los continuos y rudos ejercicios; agudo en la mirada de sus ojos negros, acostumbrados a sondear las perspectivas del desierto”. Y José María Salaverría, en su libro El Poema a la Pampa, nos traza esta rápida silueta: “Un hombre a caballo salió de entre los sauces. En la frescura matinal el hombre aquel cabalgaba con hidalga prosopopeya, sin apurarse, reposadamente, como quien no siente el acicate de ninguna actividad perentoria. Iba tieso sobre su caballo, noblemente erguido, con rumbo a la inmensidad. Por un momento le distrajo el tren; pero volvió la vista luego, ajeno a la loca carrera del convoy mecánico. Parecía ser un ideal que marchaba a sumergirse en el infinito de luz y en el otro infinito de la llanura. Y a pesar del vacío y la soledad del sitio, aquel hombre, que cabalgaba noblemente, sin prisa ni afán de ninguna clase, daba la impresión de una felicidad plena, redonda y definitiva”
Con ligeras variantes el llanero nuestro presenta las mismas cualidades y los mismos vicios del gaucho, como que ambos tienen antecedentes idénticos e idénticos hábitos de vida en razón de su industria. En lucha contra toda clase de peligros, sus músculos se fortalecen, sus sentidos se aguzan, sus movimientos se aligeran, su valor se retempla. Para las diversas operaciones que la ganadería exige posee especiales condiciones de energías y habilidad. Sobre el potro salvaje o frente al toro bravío se encuentra en pleno circo y en la constante disyuntiva de vencer o morir.
Daniel Mendoza, de pura cepa llanera, al estudiar la psicología de su coterráneo se expresa así: El llanero resulta pícaro y socarrón algunas veces. Y ése es el atavismo del pechero. Otras, indómito, y bravío; y ésa es la sangre india batiéndose desesperadamente en la defensa de su independencia y de su suelo. Otras, pensativo y hosco, casi sombrío, se ve en el fondo de sus ojos el alma de una incógnita tristeza: es la pesadumbre del negro atado por las cadenas de la esclavitud. Del amasamiento de esos tres morbos no podía menos que producirse ese auténtico ejemplar de raza pampera que ama, llora o canta como el turpial salvaje: vestido de oro por la magnificencia de su selva y de negro por la incurable barbarie de su fatalidad.
Conocido es el abolengo andaluz del habitante de nuestras pampas. Con ese elemento y el autóctono se formó el nuevo tipo étnico, que conserva sus estigmas de origen con las modificaciones impuestas por el medio circundante. Mezclados los cordobeses con los árabes, heredaron y trajeron a estas regiones su inclinación a la vida pastoril, que deja grandes intervalos de reposo, en oposición a la agricultura, que pide perenne actividad.
El hombre nómade, no puede concebirse sin el caballo, que es absolutamente indispensable para el continuo trajinar. Así el gaucho y el llanero viven a lomos del noble animal, con el cual pudiera decirse que constituyen una sola entidad biológica.
La indumentaria del gaucho, como la del llanero, es pintoresca y adecuada a su género de vida. Usa el primero Chiripá, pedazo de tela cuadrilonga que pasa por entre los muslos y se asegura a la cintura por ancha banda o tirador de cuero, donde guarda sus avíos de fumar, el dinero y la faca, que no abandona en ningún tiempo ni por ninguna circunstancia; el poncho, capa que le cubre los hombros hasta la cintura, dejándole completa libertad de movimientos; la bota de potro, cómodo calzado que se fabrica con la piel de las patas traseras de este animal; pañuelo al cuello y en la cabeza el chambergo, ladeado con petulancia o echado hacia atrás.
El traje de gala del segundo consiste en camisa blanca, rizada,, de largas mangas acuchilladas, y cuello y puños estrechos, con botonaduras de oro; garrasí, que es un pantalón largo, abierto en las pantorrillas y cortado de suerte que caigan dos picos sobre el tobillo, para formar lo que llama uña de pavo; pañuelo de seda de vivos colores anudado a la nuca; sombrero pelo e guama, atado con barboquejo; pie calzado con cotizas (sandalias) de piel de res, curtida; cinturón para la lanza, espuelas de plata o de oro, cinceladas, con anchas rodajas. De viaje nunca le falta la espada de totuma, de dos filos, vaina de cuero y guarnición de plata; y la cobija, que se compone de dos telas de bayeta, la de arriba azul y la de abajo encarnada, como de seis pies por lado, unidas y superpuestas, con abertura en el medio por donde pasa la cabeza. Protege al jinete de la lluvia, del abundante rocío de los trópicos y el sirve de lecho cuando le es imposible tender la hamaca.
Propia de pueblos pastores es la sobriedad. Bástale al ganadero del Plata, como al de Venezuela, un rancho de paja cobijado con yerbas forrajeras, que aquél planta a la sombra del ombú y éste entre el follaje del morichal. Allí viven con su mujer que el uno llama “mi china” y el otro “mi prenda”; y con los hijos que al ser crecidos continuarán la vida tradicional del padre. Por muebles, cráneos de caballo o de caimán, que son asientos; por camas, cueros secos sin curtir, si no tienen el privilegio de la hamaca para descansar el cuerpo con mayor comodidad. Por alimento, la tira de carne asada, con galleta dura, arepas o casabe; por bebida, agua; por distracción, la guitarra; por vicios: para el gaucho el mate, la ginebra y el cigarro; para el llanero, el café tinto y el tabaco de mascar.
Como todos los primitivos, los hombres de la pampa tienen filosofía propia, creencias raras y especial vocabulario. De las nociones religiosas que los misioneros les enseñaron, o que han podido adquirir, solo conservan groseras supersticiones. Se preocupan poco de Dios, pero son fervientes devotos de la Virgen del Carmen, o de cualquiera otra advocación. No van a misa, pero cargan al cuello reliquias o amuletos con extravagantes oraciones, cuya mayor eficacia consiste en su misteriosa oscuridad. La del Justo Jué tiene varias aplicaciones y virtudes; la de San Pablo les preserva de los animales ponzoñosos; la del San Marcos del León les hace invisibles; la Piedra de Ara, con otros aditamentos, los libra de los riesgos del combate; el colmillo de caimán, de maleficios. El General Páez llevaba una reliquia a la cual atribuía la singular circunstancia de no haber sido herido jamás, a pesar de su incomparable arrojo.
El aislamiento en que vivían gauchos y llaneros, frente al grandioso espectáculo de la naturaleza, y en lucha perenne con el medio, produjo ese tipo de inconfundible personalidad, que no se encuentra sino en América, aunque tenga puntos de contacto y semejanza con el árabe y el beduino.
(…) Vencidos por la evolución biológica van desapareciendo, o desaparecieron ya, el gaucho de la Argentina y el llanero de Venezuela. Sus figuras legendarias se alejan y se borran a medida que nuevos elementos penetran en sus dominios. Pueblos de mentalidad inferior no conservan sus características si los ponen en contacto con otros superiores. El alambre de púas dividió la inmensidad; el automóvil espantó al caballo; lo útil reemplazó lo poético; lo práctico a lo heroico.
Sin embargo, ellos ejercen aún en estos pueblos nuestros una doble función sentimental y educativa: como elemento literario, porque caracterizado, o a lo menos dan motivo a la poesía genuinamente popular y a las leyendas y tradiciones con que según Rodó, mantienen las madres la atención ingenua de sus hijos, o embelesa el trovador plebeyo a su rústico auditorio; y como tipo histórico y patriótico, porque ofrendaron a la patria el tributo de su sangre, junto con los más altos ejemplos de lealtad, valor y audacia.
Fueron gauchos los que, primero con las montoneras de Güemes y de López, y luego militarmente organizados, concurrieron a casi todas las batallas de la independencia en Chile y Argentina. En San Lorenzo, a las órdenes de San Martín, cargaron con furia a los infantes españoles, desconcertados bajo aquel brusco ataque; en Chacabuco, conducidos al fuego por sus comandantes Melia, Medina y Ramayo, desbaratan a sus asombrados contrarios; en Maipú, con Bueras y Freire a la cabeza, y tendidos sobre las crines de sus caballos como los árabes del desierto, despedazan a los Lanceros del Rey y a los Dragones de La Concepción; y en la pampa de Reyes y en las faldas de Condorcunca contribuyen a la independencia definitiva de la América Hispana.
En Venezuela, toca a los llaneros la parte más heroica y romancesca de nuestra prolongada y sangrienta lucha. Al principio guerrearon con Boves contra la Emancipación; luego, regidos por Páez, Monagas y otros caudillos, a favor de la República. Su acero centelleó con rojos fulgores en cien campos de exterminio: El Yagual, Mucuritas, Mata de Miel y Las Queseras. En Barcelona, Maturín, Apure, Guárico y Guayana, los Arismendi y Silva, Iribarren y Vásquez, Mina y Figueredo, Muñoz y Carvajal, Zaraza y Sotillo, realizan hazañas increíbles. Un día toma las flecheras a nado; otro un grupo de jinetes sorprende a un escuadrón para apoderarse del bestiaje; ocho hombres destrozan a los Húsares de La Torre. En las márgenes del Arauca, ciento cincuenta héroes desorganizan un ejército. Para su valor no hay obstáculos. Su arrogancia es igual al peligro. Bien pudo augurar la victoria esquiva en el Pantano de Vargas, con la célebre frase: -Rondón no ha peleado todavía; y erguirse sobre el éxito de la batalla para responder a la admiración de los suyos: -Así se baten los hijos del Alto Llano. En Carabobo el impetuoso Mellados advierte al camarada que quiere adelantársele en una de las cometidas del Valencey:- Compañero, por delante de mí, la cabeza de mi caballo …..
Y siguen los llaneros camino hacia el sur. Sus corceles de guerra abrevan en los grandes ríos de la América y tramontan las más altas cordilleras del planeta. Lo que hicieron lo sabe el mundo y lo canta la Epopeya. Entre el Orinoco y el Desaguadero recorrieron vasta trayectoria, con posas inmortales en Boyacá y Pichincha, Junín y Ayacucho. Hablar de sus proezas es evocar todo un pasado glorioso. Peones oscuros tocaron con la punta de sus lanzas en el templo de la fama y abrieron para sus nombres las puertas de la inmortalidad. "
José E Machado
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