El Ánima del Bandolero
Hugo Arana Páez HARPA
San Fernando 20 de agosto de 2018
A finales del siglo XIX, en una lluviosa madrugada de invierno, el joven camaguanense, José Antonio Fleitas, rumbo a su casa, transitaba a pie por una solitaria calle de Camaguán, cuando observó que en la Esquina La Osoriera, tres individuos atacaban a golpes y patadas a un indefenso joven, quien inmisericorde, recibía un fuerte castigo de sus agresores. José Antonio, que era un hombre amante de la justicia, no podía aceptar el ventajismo de aquellos cayaperos. Enfurecido, se abalanzó contra los atacantes; a uno lo derribó de una trompada en la nariz, a otro de un fuerte codazo le fracturó la quijada y al tercero lo derribó de una patada en los testículos, dejándolo privado en la calzada. Al observar a los tres matones tirados en el suelo; presuroso se dirigió adonde se hallaba tendida la víctima, quien inútilmente trataba de levantarse. Como pudo, José Antonio, lo ayudó a ponerse de pie. El agredido era un joven de rostro aindiado de unos veinte años de edad a quien jamás había visto.
-¿Cómo te llamas?
Le preguntó el agredido a su inesperado salvador
-¿yo?
-¡Sí usted!
-José Antonio Fleitas
Respondió el osado José Antonio.
-¿Y tú?
-¿Yo? Juan Nicolás Ochoa
Contestó la aporreada víctima.
-¿Valecito, pero tú no eres de por aquí, porque ya te hubiera reconocido?
Preguntó José Antonio
-¡Yo soy de Calabozo camarita y vine a vé un ganao!
Atinó a responderle el maltrecho Juan Nicolás, quien agradecido le expresó a su benefactor.
-Sepa, amigo que como usted me salvó la vida, yo también estaré dispuesto, en todo momento a protegerlo de cualquier peligro.
Mientras Juan Nicolás hablaba, José Antonio, buscaba con la mirada a los agresores, quienes huían despavoridos. Al voltearse, para ayudar a subir a su cabalgadura a Juan Nicolás, se percató que misteriosamente se había esfumado.
Ante la extraña visión y en medio de la solitaria calle, donde apenas, una suave brisa movía las ramas de un viejo tamarindo que de la tapia de una vieja casona salían por la barda; el solitario y temeroso andante, reanudó el camino rumbo a su vivienda, donde ansiosa lo esperaba su familia.
Transcurrieron los días y una lúgubre noche, cuando José Antonio Fleitas, iba rumbo a su casa, de improviso le salieron al paso cuatro forajidos, quienes cuchillos en mano lo conminaron a que les entregara sus pertenencias. Sorprendido, el asustado muchacho quedó impedido de defenderse; cuando extrañamente apareció un jinete, quien con la intención de salvarlo de la agresión y llevarlo sano y salvo a su vivienda, embistió con su cabalgadura al galope, arrollando a los agresores, a la vez que invitaba a montar en la grupa al atemorizado José Antonio.
Con los dos jóvenes encima, la bestia se desplazaba veloz por las solicitarías calles de Camaguan, rumbo a la casa de José Antonio Fleitas, ubicada en la Esquina de Pancho Hurtado. Al llegar a la vivienda, José Antonio se apeó del animal, mientras que su inesperado salvador le decía.
-Bueno amigo, hasta aquí te trajo el río.
-¡Gracias, muchas gracias, amigo!
Atinó a responderle José Antonio a su oportuno benefactor, quien en la penumbra de la noche y con el miedo de compañero, no se había percatado que su bienhechor era Juan Nicolás Ochoa, a quien hacía meses atrás él había salvado del ataque de tres malhechores.
Sorprendido por la extraña coincidencia de encontrarse de nuevo con Juan Nicolás, José Antonio, agradecido lo invitó a entrar a la casona donde se tomarían un café cerrero. En su caballo, Juan Nicolás, sonriente esperaba a que la familia abriera el portón de la ancestral vivienda.
-¡Mamá! ¡Carmelita! Abran la puerta y salgan para que conozcan a mi amigo, Juan Nicolás Ochoa, quien acaba de salvarme la vida! Apúrense, vengan pa´ que lo conozcan y sepan lo que me ha ocurrido esta noche.
A esas altas horas de la madrugada, las mujeres se despertaron y ante los alaridos del muchacho, amodorradas se levantaron y nerviosas abrieron la puerta; cuando extrañadas observaron al eufórico José Antonio, profiriendo entusiasmado.
-¡Vean, conozcan a Juan Nicolás Ochoa! ¡Él me acaba de salvar la vida! ¿Qué pasa por qué no saludan a Juan Nicolás? ¿Por qué se quedan ahí paradas como unas muertas? ¿Qué pasa es que ni siquiera saludan a mi amigo? ¡Él va a pensar que ustedes son unas mal educadas, no jile con ustedes!
-¡Hijo!
Le respondió la madre
-¡Aquí no hay más nadie que tú! ¡Mira como está de sola la calle! ¿No será que estás rascado?
-¡No mamá, que va! ¡Yo no estoy ningún rascado! ¿Acaso no ven que él está detrás de mí montado en su caballo? ¡Lo que pasa es que ustedes todavía están dormidas! ¡Estrújense los ojos pa´ que lo vean! ¡Abran los ojos carajo!
Carmelita, su mujer, corroboró la opinión de la anciana
-¡Mi amor!, tu mamá tiene razón, aquí no hay más nadie que tú y nosotras. ¿No será que estás viendo visiones?
-¿Qué visiones del carajo? ¿Van a estar creyendo en esas pendejadas?
Esta vez, las mujeres no hicieron más comentarios y ante el silencio de ellas, el hombre se volteó para solicitarle al jinete que se apeara del caballo y les narrara lo acontecido. Cuando sorprendido se percata que el acompañante otra vez se había esfumado misteriosamente. Temeroso el muchacho, las conmina a entrar presurosas a la morada, donde el hombre pasó la madrugada tratando de convencerlas que realmente él había conocido a su misterioso salvador. Lamentablemente no le creyeron y al escuchar el canto solitario de un gallo, anunciando la alborada, las señoras atinaron a expresarle.
-José Antonio, vamos a dejar de hablar pendejadas y vamos a aprovechar las pocas horas que nos quedan para dormir un ratico.
Años más tarde, un viejo camaguanense, le refirió a José Antonio, que su extraño benefactor, no era otro que un zambo nacido en la Misión de arriba de la población de Calabozo, conocido como Juan Nicolás Ochoa, apodado Guardajumo, quien en el año 1800, fue condenado en la Villa de todos los santos de Calabozo a morir en la horca. Guardajumo era un joven asaltante de caminos, que en épocas de la Colonia tenía perreados a los comerciantes como a José Tomás Boves, El Taita y a los hateros de los llanos centrales.
-¡Bueno Don! Y si Guardajumo era un malhechor ¿Por qué me salvó la vida?
-¡Guá, muy sencillo de responderte esa pregunta hijo! Ocurre que el hombre era una especie de Robín Hood, porque refieren mis bisabuelos que él y que robaba a los ricos para darles a los pobres y fueron los hateros y los terratenientes, dueños de grandes extensiones de tierra y amos de esclavos, quienes regaron la versión que él era un salteador de caminos, es decir un bandolero; por cierto, ellos fueron los que crearon el refrán Ese tercio es más malo que Guardajumo, queriendo significar que el individuo en cuestión era peor que Mandinga. Lo cierto, es que Guardajumo no era malo, porque como dice el aforismo Ladrón que roba ladrón, tiene cien años de perdón y por eso es que el señor lo mandó al Purgatorio, para que expiara sus culpas, dejara de andar penando y finalmente pudiera entrar a la gloria.
-¡Gracias viejo! ¡Muchas gracias!
-De nada joven, de nada.
Desde entonces, José Antonio Fleitas, le pedía a su misterioso protector, Juan Nicolás Ochoa Guardajumo, lo ayudara a superar cualquier situación de riesgo y así le ocurrió en muchos peligros que le tocó afrontar. Desde esa noche, José Antonio, dejó de andar en malos pasos, parrandeando detrás de esas muchachas malas que hacen cosas buenas, muy buenas por cierto y por si acaso, se hizo devoto de las ánimas benditas, tanto es así, que en un rincón de uno de los aposentos de la casona, cada sábado le encendía una vela a su misterioso amigo Guardajumo.
A finales del siglo XIX, en una lluviosa madrugada de invierno, el joven camaguanense, José Antonio Fleitas, rumbo a su casa, transitaba a pie por una solitaria calle de Camaguán, cuando observó que en la Esquina La Osoriera, tres individuos atacaban a golpes y patadas a un indefenso joven, quien inmisericorde, recibía un fuerte castigo de sus agresores. José Antonio, que era un hombre amante de la justicia, no podía aceptar el ventajismo de aquellos cayaperos. Enfurecido, se abalanzó contra los atacantes; a uno lo derribó de una trompada en la nariz, a otro de un fuerte codazo le fracturó la quijada y al tercero lo derribó de una patada en los testículos, dejándolo privado en la calzada. Al observar a los tres matones tirados en el suelo; presuroso se dirigió adonde se hallaba tendida la víctima, quien inútilmente trataba de levantarse. Como pudo, José Antonio, lo ayudó a ponerse de pie. El agredido era un joven de rostro aindiado de unos veinte años de edad a quien jamás había visto.
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