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10 de octubre de 2010

Aventuras con Caimanes

El llanero es pródigo en historias y cuentos (también llamados “cachos”), en los que hace gala de sus condiciones de narrador y de hombre exagerado e imaginativo. Las reuniones de la peonada en las noches, crean el ambiente propicio para contar cuentos de creencias o vivencias, prolijamente adornados con detalles y expresiones llaneras y los cuales, bien sean cuentos de espantos o simples experiencias, hacen la delicia de la noche. Nunca falta el desconfiado o incrédulo que osa poner en duda la veracidad de los cuentos, pero contra este tipo de compañero, el narrador siempre emplea argumentos convincentes.

Empezaremos esta etiqueta con un interesante “cacho” descrito maravillosamente en el libro “La Vida en los Llanos de Venezuela”, donde se narran los cuentos de un señor B, de aparentemente muy baja estatura, que había pasado por experiencias muy especiales:


“Una vez en que el señor B, había estando pescando hasta el medio día,  y abrumado por la fatiga y el intenso calor tropical, volvió los adormecidos ojos hacia la playa, en busca de un lugar donde descansar. Descubrió, entonces, lo que parecían los restos de una vieja canoa tumbada de costado sobre el borde del agua. Se fue allá y la encontró bastante espaciosa como para colgar el chinchorro de las salientes cuadernas, lo cual hizo de inmediato y se echó a descansar junto con sus inseparables compañeros: la guitarra y la tapara de aguardiente.

Refrescándose con un buen trago de éste último y echándose en el chinchorro, a poco cayó en el profundo sueño del fatigado. Al despertar, se encontró sumido en una oscuridad que creyó ser la de la media noche, pero sin que brillara la luna ni ninguna estrella. Completamente extraviado, buscaba la clave del tenebroso misterio, caminando hacia delante con cautelosos pasos, mientras tanteaba con las manos, temeroso a cada instante de tropezar con algo malo; cuando con gran sorpresa, su atención fue atraída por la pegajosa naturaleza del suelo y por lo viscoso y caliente de las paredes que por todos lados encontraban sus extendidos dedos. El descubrimiento de todas estas cosas, estaba acompañado por la desagradable convicción de haberse engañado al tomar la abierta boca de un dormido caimán por un bongo viejo. Sin embargo, repuesto de su primera sorpresa, volvió al característico estoicismo de su raza, debido principalmente a encontrarse con su repleta tapara y su querida guitarra al costado.
Al tomarse un reconfortante trago de la primera, en el acto sintió un vacío en el estomago, que al punto se decidió llenar a expensas del señor caimán y sacando un cuchillo, sin la menor compasión cortó y comió de los mejores trozos que tuvo a su alcance.
Así se la pasó no sabe cuantos días, pero comía, bebía y tocaba en su guitarrita los amados tonos de muchas baladas de los llanos, como un resignado peregrino entre aquellas pegajosas paredes.
Por fin y en tanto bebía tristemente la ultima gota de su fiel tapara, se iluminaron de repente los muros del calabozo con un débil rayo de luz que le llenó el alma con el inmenso deseo de gozar lo que la produce, y cogiendo los queridos compañeros de su reclusión, sin perder un instante, se precipitó por la abertura y descubrió gratamente que su carcelero había dejado las aguas para dormir su siesta en la arena. No perdió tiempo en salir afuera y agarrar con firme mano en tanto huía, el chinchorro que aun colgaba de los colmillos del caimán que él había tomado por las costillas de una canoa.
La duración exacta de su cautividad, no quiso decírnosla, lo cual fue una laudable ausencia de exageración, y al exponer simplemente el hecho, añadió que cuando se echó a dormir la siesta era luna llena y cuando salió de su odiosa cárcel, era el turno de su majestad de dormir la suya.”

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