Páginas

16 de septiembre de 2012

Los Húsares de la Muerte:

Hemos escogido para el día de hoy, uno de los relatos históricos contenidos en el libro Lecturas del Apure Legendario de Francisco Castillo Serrano, denominado Los Húsares de la Muerte. Nos ha llamado especialmente la atención, por dos razones: porque habla del Catire Páez, prócer que como hemos dicho en ocasiones anteriores, siempre tiene espacio en esta página, y porque hace una descripción muy detallada de su indumentaria, quizás en una visión poco conocida, recreándonos además con el recuerdo de aquel 02 de abril de 1819, día glorioso de Las Queseras del Medio.

 El relato proviene del testimonio de un soldado realista:
"Páez detuvo su gente como a media milla del borde de la selva y se adelantó a caballo, seguido de tres o cuatro de sus guerreros, jinetes de briosos animales de los que se cogen indómitos en la sabana. Cada uno de estos oficiales llevaba una lanza con una banderola negra en la que se apreciaba, toscamente bordado en hilo blanco, una calavera y dos huesos en aspa. 

El jefe montaba un corcel rucio, con crines y cola flotantes, porque estos hombres no acostumbran desfigurar los caballos cortándoles las cerdas; su traje era similar al de sus compañeros y consistía simplemente en una camisa a rayas rojas transversales, abierta de cuello y pechera, mangas muy anchas y hecha de pañuelo inglés, calzones sueltos de algodón que le llegaban un poco mas debajo de la rodilla. Tenía las pantorrillas al aire y los pies descalzos, pero llevaba espuelas de plata maciza con agudas puntas como de dos pulgadas. Cubría su cabeza un sombrero de copa baja, tejido con hojas de palmera y provisto de una ancha cinta azul, atada bajo la barba. Su lanza se veía liviana y manejable, y el fuste hecho de una caña negra, dura y elástica que crece en la llanura, conducíasela un muchacho como de doce años, montado sobre un caballo corpulento y brioso, el chico servía siempre al jefe en calidad de asistente, era, además, muy respetado, gracias a la suma impasibilidad que mostraba ante el peligro, y a su destreza al jinetear y nadar, ambas prácticas indispensables para los habitantes de las sabanas. 

¡Páez, el temido jefe llanero, no revelaba huellas de la ferocidad que le atribuían en su franca expresión…! 

 El pelo corto y crespo le caía sobre la frente, usaba pequeños bigotes, pero no patillas; sus ojos negros, apenas descubrían indicios de los arrebatos que con tanta frecuencia lo precipitaban a ejecutar actos de excesivo rigor. Sus carrillos, algo pálidos por lo regular, se notaban ahora encendidos por causa del esfuerzo y la exaltación producida ante un inminente combate con los enemigos de su país. 

Cabalgó paso a paso reconociendo con calma las filas realistas, sentado a la mujeriega, usual posición suya en tales circunstancias, con una pierna cruzada sobre el arzón de la silla. Aunque Páez se hallaba con su Estado Mayor a unas cien yardas del bosque, una intensa curiosidad y acaso un sentimiento de respeto por su actitud tranquila y resuelta, fijaba la atención del enemigo en los movimientos de aquel hombre extraordinario. Habiendo pasado al fin frente a toda la línea enemiga, muy a semejanza de quien pasa revista a sus propias tropas, cogió su lanza a manos del chico que la conducía, y sentándose recto en la silla regresó a medio galope, agitando en alto el muy conocido y terrible símbolo de guerra a muerte, como un reto, para que la caballería española saliera del bosque que la refugiaba y se enfrentara en la sabana, mientras su guardia, que lo observaba atentamente, prorrumpía en gritos entusiastas: 

¡Viva Páez…! ¡Muera Morillo…! 


Cuando se incorporó a sus lanceros, todos echaron pié a tierra y quitaron los frenos a sus caballos, como insulto adicional a la caballería española, pero sujetándolos por el cabestro, o cordel de cerda torcida usado entre ellos; los llaneros sacaron entonces unas churumbelas de madera y tabaco, las encendieron y comenzaron a fumar con tanta calma, como si estuvieran en su campamento. Entretanto Morillo no parecía resuelto a dejarlos permanecer tranquilos, dos cañones livianos, de seis libras, fueron traídos hasta el frente y en breve, una bala silbó sobre los del grupo, que gozaban en sosiego de sus pipas. Los llaneros, no acostumbrados a la artillería, se sobresaltaron, poniéndose fuera de su alcance; pero antes de que se pudieran montar, otro disparo mató un caballo, hiriendo el brazo del lancero mientras ponía el freno al animal. 

Páez recogió rápidamente al herido, a quien colocó en su propia silla, montándolo luego en ancas para poder conducir el caballo y sostener al maltrecho camarada. Mientras se alejaban al galope, en su forma usual de retirarse: a la desbandada, un tercer proyectil disparado tras ellos por elevación, apenas levantó el polvo entre las patas de los caballos, sin causar daño alguno. Las tropas españolas, que hasta entonces habían guardado profundo silencio, celebraron la precipitada fuga de Páez y su guardia, con gritos de: ¡Mueran los insurgentes..!¡Abajo los chucutos….!, suponiendo que habían abandonado el terreno por pánico, y que al menos por aquel día no volverían a molestarlos. En instantes y precipitadamente se selló en aquellas sabanas el triunfo patriota de Las Queseras del Medio.

Húsares de la Muerte. Escuadrón formado por Páez. Los lanceros de las Queseras del Medio, pertenecían a este escuadrón, conformado solamente por valientes

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios