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3 de diciembre de 2013

Loa al Caballo Llanero (1/3)

SOY 
Luis Alberto Crespo

Soy zaino cerrado 
Cuando me ensimismo 
Y me inclino ante lo que me destruye 

 La raya blanca del alazán 
En la cara 
Cuando me anuncian infortunio 

 Soy cebruno con un zarpazo en el costado 
Cuando padezco de mí 
En lo más mío de las doce 

 Soy ruciomoro viejo en el rictus 
Cuando mueres y la hierba sabe a más nunca 

 Soy castaño lucero
 Cuando oigo un grito en lo que digo 
Y el absoluto es una soga en la garganta 

 Soy bayo cuando tiemblo si la tierra me toca 

Y soy ruano 
Ruano pálido 
Asombrado por su espíritu que es la tórtola

 “Sabanero” fue el nombre que finalmente pudo encontrarle su dueño al pequeño y vainero rucio azulejo traído de los llanos quebrados y ondulantes de Monagas hasta Fila de Mariches. Tenía buenos aplomos y desde la cruz hasta donde se afirmaba sobre la tierra humosa en la que ahora pastaba no excedía del metro cuarenta y cinco de alzada. Debió sacudirse duro en el amanse."

“Es a mi juicio el prototipo del caballo criollo”, me dice entusiasta mientras se arrellana en su butaca, Don José Giacopini Zárraga.” Así encabeza Luis Alberto Crespo, su relato denominado José Giacopini Zárraga y el Animal del Alba, publicado en Llano de Hombres. El poeta Crespo, ha sido un enamorado del caballo criollo, al que ensalza en muchos relatos, poemas y  conferencias, pues se ha propuesto difundir a todos los vientos, la nobleza y fortaleza de este animal, demostrada de mil maneras en la historia, en el coleo y en el día a día del llanero venezolano. Tuve la oportunidad de asistir a una conferencia del poeta en el Celarg, Caracas, donde con una pasión conmovedora abordó el tema sobre el caballo criollo y nos paseó por la historia del mismo desde la mitología. Por ello hemos elegido fragmentos de este relato donde el poeta se remonta a los ancestros de nuestro caballo criollo: 

De alguna manera su biografía comenzaba en las arenas del Norte de África, en esas comarcas que los romanos bautizaron Libia, habitadas por gente barbari, beraber, berber o berebere y cuyo menospreciado calificativo habían heredado sus ancestros, cuando sobre sus lomos generaciones de guerreros devoraban las soledades de la arena y entraban a saco lo que vivía bajo su barajuste, trocando aquel afrentoso nombre de berebere por el de hidalguía equina. 


Cualquier noticia sobre su aparición comienza con el vuelo de un pájaro, un puñado de viento, una luz y un estruendo de centella, una ola, una fuente, un monstruo decapitado, el sol, la luna, el deseo, la muerte, el bien y el mal, pero don José Giacopini Zárraga prefiere historiar su vida terrestre (“no era más alto que un zorro”) en las estepas del Missisipi, hace 60 millones de años, antes de dejar el misterio de su desaparición en las nieves de Behring, terminada la cuarta glaciación, mientras en las estepas de Mongolia y en los bosques, las colinas y los valles de Europa sus descendientes prosperaban, prefirieron el pasto al tubérculo y al fruto, cambiaron sus dedos por el casco del solípedo transformando su aspecto zorruno por el del tarpán y el prejewalski, los primigenios ancestros del caballo. 

Así, al final de tan desmesurada errancia a través de sí y de los tiempos, “sabanero” regresaría un día a la tierra de su más lejano abuelo, el oeipus o “caballo del alba”, con las manadas que desembarcaron de las 17 naves españolas en 1493, revuelto entre la sangre de los padrillos y las yeguas bereberes, traídos de la Hermandad de Granada, sin contar sus jinetes, sus “20 lanzas jinetas” como llamaban en España a esa manera de estribar corto que tenían las tribus xenetas del Norte de África cuando ocuparon la península sobre sus caballos de capa de ceniza y vasco de roca, esos mismos que habrían de correr por los suelos de América desbaratando el mar y los montes de Santo Domingo, Puerto Rico, Jamaica, Cuba, Florida, Nicaragua, México y más tarde asombrarían y asolarían a los pobladores de Venezuela o de Colombia, durante las incursiones infructuosas de Alonso de Ojeda y las avanzadas de Rodrigo de Bastidas en 1509 y en 1538, porque es mentira – asevera enfático el gran arabista Profesor Castejón- que los españoles trajeran a la Conquista el caballo árabe pues los abencerrajes “llegaron a pié” y no en ilusorios trescientos mil corceles de cola de fuente y perfil ondulado como se empeñan en hacer creer muchos mitómanos. “No hicieron importación masiva alguna mientras ocuparon España”, insiste el profesor. Antes bien, exportaron a las cortes del Norte de África hermosos ejemplares encontrados en la cuenca de Guadalquivir.” 

“Vinieron primero por Oriente. Los trajeron Gonzalo de Ocampo y Jácome Castejón, Antonio Cedeño y Diego de Ordaz. Luego, por Occidente, Juan de Ampíes y los welsares en gran cantidad” Nos dice don José Giacopini Zárraga. Que eran rústicos, el perfil de carnero, la grupa derribada, todo reciedumbre, el plantaje y la lámina del berebere y del númida, la otra estirpe del Norte de África que nombrara Virgilio en la Eneida (“los númidas y sus corceles negros te rodean”)” 

 Tuvieron que transcurrir los primeros veinticinco años del siglo XVI para que el hijo del caballo berebere y númida venciera las ingratitudes de los climas tropicales, el acoso de las plagas y la pobreza de los pastos. Abandonaron sus islas natales de Santo Domingo, Puerto Rico, Jamaica y se dieron a galopar por las sabanas y charcos de Tierra Firme, expuestos al vendaval, a la sed, al hambre, a las fieras. Perdieron el donaire de los ancestros pero ganaron en resistencia y orgullo. 

Un señor que amaba con amor desmedido al caballo berebere, Monsieur Mercier, viajó a Argelia en 1847 en busca de los más puros descendientes de la raza de los corceles que en una muy incierta leyenda asevera fueron traídos por los Egeos a Libia y que luego Aníbal y su hermano Asdrúbal, llevaron a España en los tiempos de las guerras púnicas. Mercier distinguía en ellos la capa gris, la testera ligeramente convexa o acarnerada, el cuello de cisne – que algunos apurados confunden con el del árabe - la cruz elevada, las largas articulaciones, la grupa redonda, el pecho robusto. Y la impaciencia. En cambio, en el númida destacaba la oreja grande, el lomo de mula, la grupa flaca, las cañas descarnadas, la cuartilla larga del caballo veloz. Y la altivez. 

 No me dice don José Giacopini Zárraga cómo es la conformación de “Sabanero”, pero oyéndolo biografiar al caballo criollo de nuestros llanos de Oriente y de Apure (“los de la isla de Guara, los de las sabanas de Maturín y el Delta”) uno imagina los rasgos que aún conservan -¡cuatro siglos después!- las manadas que huyen mostrencas por los infinitos del país llano. Acaso son iguales a los rucios blancos que prefería Páez por ser buenos nadadores rápidos en la arrancada, en las escaramuzas de pique y juye que permitieron las hazañas de Mucuritas, Las Queseras del Medio o a aquél cuya muerte vengó en el combate de Mara de La Miel; a los de Carabobo; a los “40 mil empotrados y listos para la campaña” de 1816; a los 611 que jineteaban en Arichuna los soldados o los que corcoveaban cerreros bajo las piernas de los indios de Tame , betoyes y macaguanes. Acaso entre ellos se encuentre todavía el cebruno que perseguía Bolívar el 28 de enero de 1817 en una carta al Presbítero Coronel Eduardo Hurtado “pues no tengo en que hacer la guerra” o son los mismos que cruzaron seiscientos kilómetros de llanos enlodados y bajo el agua hasta Casanare , hasta los riscos helados del Páramo de Pisba en 1819. ¿Será todavía como el caballón ruciomoro de Zamora en las sabanas barinesas de Matasazules, al que lo alebrestaba la pólvora y el clarín del General del Pueblo Soberano? 

 “Es un sobreviviente”, me contesta don José Giácopini Zárraga, “perdió la alzada y cobró resistencia. Perdió belleza y ganó una increíble capacidad de aguante. Hubo de soportar las peores inclemencias, morir y volver a nacer durante su dramático proceso de adaptación a un medio que le era extraño a su hábitat natural: las tierras de los climas templados. Los malos pastos, el descuido, no parecen hacerle mella. Pero hay que rescatarlo. Por razones históricas y sentimentales. Es uno de nuestros más grandes patrimonios. Es el caballo de la conquista, la colonización, la independencia. Es un héroe. Basta verlo de sol a sol, en las vaquerías , flacucheto, soportando a su jinete, halando toros de 12 arrobas, los ijares sangrientos, tragando distancias de lodo y polvo, listo para recomenzar al día siguiente”

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