Tomando como punto de partida el trabajo del profesor Alexis Coello, denominado Morón, Auge y Caida del Paludismo en Venezuela, el cual pueden conseguir en su totalidad en la página Juan José Mora. com.ve; continuaremos describiendo los terribles años que pasaron miles de venezolanos como consecuencia del paludismo
El paludismo ya se encontraba arraigado en tierras venezolanas desde la época de la conquista. De hecho mermó significativamente tanto a los pobladores originales como a los ejércitos de los conquistadores, llegando a convertirse en una de las principales trabas para el logro de su cometido. Para 1675, las “calenturas” habían provocado el abandono de pueblos recién fundados tanto en territorio colombiano como venezolano.
Durante el siglo XIX, fue muy utilizado el término “calentura” para referirse a fiebre, independientemente de su origen, caracterizada por alta temperatura y escalofríos. En aquel entonces era frecuente confundir los síntomas de la fiebre amarilla con los del paludismo. Únicamente cuando el paciente expulsaba el vómito negro, es cuando se podía diferenciar el mal, ya que era el signo inequívoco de la Fiebre Amarilla.
Por muchos años se creyó que el origen de esas enfermedades estaba en el aire enrarecido y en las “miasmas” o emanaciones fétidas de algunas fuentes de agua y los ciudadanos tomaban medidas, más bien producto de la superstición o de la ignorancia, que no detenían la cantidad de víctimas.
La gente trataba de trasladarse a otros sitios donde no existieran esas “emanaciones” y acostumbraban a lo que entonces se llamó “esquivar el cuerpo”, es decir, ocultarse en las viviendas en las noches, apartarse de las aguas malolientes, vivir bajo techado, salir únicamente cuando hubiese sol, airear los habitaciones etc. Pero en el medio rural, esto no significaba garantía alguna ya que el verdadero enemigo habitaba en las zonas oscuras y techo de palma de las viviendas, tal cual lo narra Miguel Otero Silva en Casas Muertas:
“En el rincón oscuro de los ranchos, nacidos con el instinto alevoso de ocultarse para el asalto, voraces filamentos alados, las hembras acechaban al hombre, a la mujer y al niño. Avidas agujas de la noche, caían sobre los cuerpos dormidos, clavaban los empuntados estiletes y sorbían la primera ración de sangre. El silencio se cruzaba de agudos zumbidos y una pequeña voz gimoteaba en el catre:
-¡Mamá, que me pica la plaga!
Se hundía el aguijón aquí y allá, una y mil veces, en la piel del niño sano y del niño enfermo, en la choza del hombre sano y del hombre palúdico.”
Entre finales del siglo XIX y principios del XX, Venezuela disminuida por las constantes guerras, la pobreza y las enfermedades, mostraba un despoblamiento significativo. Se sumaban a estas desgracias el atraso cultural y aislamiento en que estaba sumida en tiempos de Juan Vicente Gómez, ya que para entonces la explotación petrolera e introducción de capital extranjero en plena vigencia, hacían que la vida en los medios rurales languideciera en el abandono.
Este panorama favoreció definitivamente la extensión de la enfermedad en todo el país, carente en ese entonces de planes sanitarios para combatirla. Para 1916, se decía que cada dos horas moría un venezolano a causa del paludismo.
Para 1936, fallecido Gómez, el área malárica en Venezuela cubría 600.000 Km de la superficie del país estimada en 915.741 km. Las referencias indicaban que de 3.000.000 habitantes del país, 1.000.000 enfermaba anualmente de malaria.
En los llanos, bien sea por su significativa extensión en el país como por sus particularidades geográficas, la enfermedad y su vector se difundieron de manera muy alarmante diezmando visiblemente la población y ocasionando emigraciones a otras regiones para salvar la vida, que trataba de refugiarse en apenas 1/3 del país en zonas menos afectadas.
El líder de la lucha antimalárica en Venezuela, el Dr Arnoldo Gabaldón, de quien haremos una reseña más adelante, sostenía que: “Nadie se aventuraba irse de Caracas a Ortiz en Guárico, a Ospino en Portuguesa o a Monay en Trujillo, para citar sólo tres lugares tristemente célebres, pues sabían que lo que allí podrían invertir sería tarde o temprano perdido” .
Para estos tiempos, era mayor el número de decesos que el de nacimientos, lo cual representaba una de las principales causas de despoblación en Venezuela. Entre 1910 y 1945, las cifras estimaban una proporción de 300 por 100.000 (MSAS 1974)
“La región de los llanos motivado a su topografía y clima presentaba índices vitales negativos como consecuencia de los estragos del paludismo.
Pero en otras regiones del país la situación no era del todo diferente. López Ramírez apunta:
Los Estados Aragua, Carabobo, Yaracuy, Barinas, Portuguesa,
Cojedes, Guarico, Anzoátegui y Monagas en algunos años vieron disminuir su población a causa del paludismo, y ciudades como
San Carlos, Guanare, Barinas, Tinaco, El Baúl, Ospino y Ortiz,
que habían alcanzado fama por su riqueza, se vieron despobladas y abandonadas.
El estado Cojedes fue uno de los mas afectados, su población mermaba a grandes saltos sin la esperanza de poner freno a la muerte. Arcila Faria lo explica así:
Una de las regiones más afectadas por la presencia del paludismo en los años anteriores a 1936, es el Estado Cojedes, donde disminuye la población de 85.678 habitantes en 1873 hasta 82.000 en 1926 y finalmente a 48.000 en el año de 1936, San Carlos, la capital del Estado, desciende de 12.000 habitantes en 1926 hasta 3.000 en 1.936, El Baúl que se reduce de 10.000 a 2.400 habitantes entre 1873 y 1936. el Pao de San Juan Bautista sufre una disminución de 24.384 en 1873 a 6.700
en 1936” (citado por Yépez Colmenares, 1992, 69).
Esta situación además del despoblamiento y la tragedia, traía a su vez más hambre, necesidad y por ende vulnerabilidad, las pérdidas económicas del país fueron muy relevantes a ver disminuida la fuerza laboral y las familias afectadas quedaban en la indigencia al no poder procurar su sustento. Adicionalmente los sectores más afectados fueron quedando aislados, concentrándose en ellos la miseria y la enfermedad
El Estado había empezado a desarrollarse en el área sanitaria, pero la situación era tan grave que los esfuerzos se difuminaban. Para diciembre de 1923, se emitió el decreto de Saneamiento de los Llanos de Venezuela, para el tratamiento del paludismo.
Cuando se determinó la responsabilidad del zancudo en el mal de la población, se definieron medidas domésticas para de aislar al zancudo con red anti mosquitos en ventanas y puertas, mosquiteros de tela en los cuartos, vestirse adecuadamente para evitar las “picadas” de los zancudos etc. y se intentó liquidarlo físicamente, bien sea en su estado larvario, etapa embrionaria o en su estado adulto, el denominado Anópheles.
Se usó la “pez rubia”, la soda y otros compuestos usados en centroamérica, especialmente en Panamá a quien la construcción del canal había costado miles de vidas por el mismo mal. Se usó el petróleo como larvicida, descargando tambores del aceite en lagunas para sanearla y proteger a los trabajadores de esa industria. “El verde de París”, el piretro mezclado con kerosene fueron recursos implementados para reducir las larvas de los zancudos.
Se usaron también “peces larvífagos” o “larvívaros” como el curito que había dado buenos resultados en Apure y se repartieron ejemplares en varias zonas.
Para la prevención, preservación y tratamiento a los palúdicos se utilizó la quinina que se venía consumiendo desde 1833 y derivados como la atebrina, la emetina, la plasmoquina, etc., que constituyen medicamentos sintéticos que no compitieron con los medicamentos antiguos pero que por sus precios, eran accesibles a toda la población.
Para el ataque al Anópheles adulto, se usaron también diversos métodos: desde el simple matamoscas, hasta el DDT, que introducido por Arnoldo Gabaldón, fue lo que consiguió empezar a disminuir la tasa de mortalidad por la enfermedad.
El doctor Luis Pérez Carreño logró un reconocimiento nacional e internacional por ser uno de los primeros en utilizar el “suero de caballo” en el tratamiento contra la llamada fiebre biliosa hemoglobinurica o fiebre hematúrica. También se cuenta al mismo Pérez Carreño entre los primeros en aplicar el “Salvarsan” – un preparado de arsénico – contra el paludismo.
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