Daniel Mendoza, reconocido escritor guariqueño nacido en1823, se considera uno de los precursores de los estudios sociológicos de Venezuela, en razón de su dedicación al plasmar en sus escritos la naturaleza y costumbres llaneras.
El Llanero, está considerado una de sus obras mas importantes aún cuando presuntamente la autoría corresponde a Rafael Bolívar Coronado,
Como observador de la naturaleza y de las costumbres
llaneras, y por sus reflexiones a tal respecto, Daniel Mendoza es un precursor
de los estudios sociológicos en Venezuela.
EL LLANERO DE LA CAPITAL
— ¡Pum, pum, pum; jiá, jiá, jiá!
— ¡Muchacho, mira quién toca!
— ¡Ahiá, ahiá, ahiá!; ¿dónde están los blancos de aquí? ¿No hay quién choque al
tranquero? ¡Ahí, ahí, ahí!
— ¡Va!
—Ya tumbo la palisá, ¡huó, huó, huó!
—Pase usted adelante: ¿qué se le ofrece a usted?
—¿No bibe aquí el Dotor?
—Sí, señor; ¡pase usted adelante!
—Pero ¿por dónde choco? ¡Caramba! Mire usted que no quiero perderme más.
—Por aquí, por aquí... Siga usted, ¡entre!
—Oh, mi Dotor, Dios me lo guar... ¡Candela!, ¿tuavía está usted durmiendo
cuando ya es hora de sestiar? ¡Arriba, arriba!
—¡Hola! ¿Palmarote por aquí? ¿Cuándo ha llegado usted?
—¡Cañafístola!, que tris no doi con su comedero. Dende que apuntó el lusero, lo
ando sabaniando por estos pedreguyales, y aquí caigo, ayí levanto; acá me
arrempujan, ayá me estrujan; y por onde quiera el frío, y la gente y la buya; y
los malojeros juio, juio, juio; y las carretas rruuu. ¡Caramba! ¿Cómo diablos
pueen ustedes bibir y entenderse en esta grisapa?
Así se anunció en mi casa, no ha muchas mañanas, el
personaje que voy a presentar a mis lectores. No será necesario decir que era
un llanero, tipo tan conocido en esta capital, que las pinceladas precedentes
bastarían a bosquejarlo; tipo original e interesante al propio tiempo; tipo, en
fin, que difiere esencialmente de los demás caracteres provinciales de aquesta
nuestra pobre República.
Serían las ocho de la mañana todo lo más, y yo
dormía aún, o, con más propiedad, yacía aún en el lecho en ese estado de
parálisis que suspende el uso de nuestras facultades físicas y morales. Grata y
deliciosa parálisis, en que ni se duerme, ni se está despierto; en que los
objetos se ven como al través de un prisma y los sonidos se oyen como a una
gran distancia; parálisis, de una vez, que quisiéramos prolongar
indefinidamente y de la que nos arrancamos por un esfuerzo de decidida
voluntad.
Bien se me alcanza, desde luego, que el escritor que así describe esta
situación se compromete a algo, porque parece que se declara abogado de la
pereza, echándose a cuestas, por añadidura, una grave responsabilidad
higiénica. Empero, yo protesto que no es mi ánimo comprometerme a nada. En la
inconstancia e inestabilidad de mi carácter, hoy aplaudo lo que tal vez mañana
censure; ahora saboreo las delicias de la cama, acaso más tarde escriba una
filípica contra los dormilones. ¿Y qué remedio lectores míos? Cada uno es como
Dios lo ha hecho y a veces un poquito peor, según decía Sancho. Lo que sí no
puedo pasar sin someterlo a mi férula, es el candoroso error en que incurren
algunos cuando exclaman: «¡Oh, qué grato es levantarse temprano!». Grave error
gramatical, imperdonable confusión de tiempos! Señores, será grato y muy grato
HABERSE levantado, pero ¿levantarse, Dios mío? ¿Puede haber maldito el placer
en arrancarse el placer mismo de los labios? Pasemos adelante, lectores míos, y
no hablemos más de LEVANTAMIENTOS, que es plato que indigesta en estos climas.
Palmarote acababa de llegar a esta melancólica capital, adonde se había
encaminado, no por capricho, ciertamente, sino a consecuencias de no sé qué
pecado cometido en junio último en la provincia del Guárico; y no menos quería
sino que yo le enderezase a esas notabilidades del poder o del favor. ¡Yo
precisamente, que no sé dónde paran las unas ni las otras! Pero, paciencia, me
dije, que ésta es una de las ventajas del tener paisanos, y después de
rebullirme y desperezarme lentamente, salté al fin de aquel lecho, sepulcro de
mis gratos o desagradables ensueños.
En tanto que Palmarote lo registraba todo con ávida curiosidad, en tanto que
comentaba las láminas de algunos libros y examinaba atentamente los muebles,
tocándolo todo con sus manos, como para salir de algún error o mejor fijar una
idea, en tanto, digo, hacía yo mi TOlLETTE, que, de paso sea dicho, ni es tan
esmerada como la de un pisaverde, ni tan descuidada como la de un avaro. Y a
propósito, el vestido de Palmarote no dejaba de interesar por su originalidad.
Corto el calzón y estrecho, terminando a media pierna por unas piececillas
colgantes que remedan, aunque no muy fielmente, las uñas del pavo, de donde
toma su nombre; la camisa curiosamente rizada, no abrochado el cuello, ajustada
al cinto por una banda tricolor, como el pabellón nacional, y cuyas faldas
volaban libremente por defuera; un rosario alrededor del cuello del
GUARDACAMISA ostentaba sus grandes cuentas de oro; desnudo el pie, y la cabeza,
metida, por decirlo así, entre un pañuelo de enormes listas rojas, soportaba un
sombrero de castor de anchas alas.
Mirábame el llanero, no sin curiosidad, pasar de una función a otra de TOlLETTE
y me abrumaba con repetidas preguntas.
—Y ese palito, Dotor, ¿qué significa?
—Es la escobilla de dientes, Palmarote: sirve para el aseo de la dentadura.
—De moo que el que no tiene dientes... ¡probe mi bale Alifonso!, ¡se quedó sin
el palito! ¿Y ese otro artificio, Dotor?
—Esa es una relojera: ahí se pone el reloj cuando no lo lleva el individuo.
—¿Y la cabuyita negra?
—Es el cordón del reloj. ¡Mire usted un curioso tejido de cabellos de mujer! ¡Y
se lleva así, mire usted!
—¡Ja, ja, ja!, Dotor, eso es cargar la soga en el pescueso. ¡Caramba!, que ya
las mujeres enlasan con su mesma serda. Pues ahora, mi Dotor, tiene usted que
cabrestiar hasta el botalón o tirar para atrás y rebentar la soga. Pero ¡qué
malo es este espejo!
—Al contrario, Palmarote, tiene muy buena luz.
—Pues, ¿cómo me beo yo tan feo? ¡Jesú, qué espantamio!
—Porque ese espejo refleja fielmente las imágenes, amigo mío.
—¡Candela!, pues cuando mi samba se mira en estos ojitos, dice que ya tiene
sueño. ¿Y estos cueritos, Dotor, para qué son buenos?
—Esos son guantes, Palmarote: se llevan en las manos de este modo, ¡mire usted!
—¡Caramba!, ¡cuántos aperos! ¿Sabe lo que se me ocurre, Dotor? Si todo lo que
ustedes emplean en tantos cachibaches, lo hubieran empleado en nobiyas de
primer parto, ¿cuántos beserros no jerrarían en este berano?
—Pero es menester, Palmarote, no ver la vida de sociedad sólo por el lado de
las invasiones que ella hace al bolsillo, sino también por el de los goces que
da en cambio.
—¡Oh!, mucho que se gosa aquí con el frío y con las piedras y con la buya y dos
riales por el sancocho y cuatro ramas de malojo por dos riales y los marchantes
con sus tiendas y los nobiyos a rial y medio y uno tan corto y... Dotor, ¿usted
necesita esta pistolita?, ¡qué bonita!
—No dejo de usarla algunas veces, Palmarote; pero eso no es un inconveniente
para que yo tenga el gusto de ofrecerla a usted: ¡tómela usted!
—Dios le yebe al sielo, mi Dotor, aunque creo que ayá no dentran los papeleros.
Aquí interrumpí yo la serie de preguntas de mi paisano para ponerme a su
disposición, estando ya en aptitud de salir de casa. Mis servicios, le dije, se
limitarán a dar a usted la dirección de esos señores, de quienes anda usted tan
solícito. Sin contestarme una palabra, sacó de su bolsillo un envoltorio de
hojas de tabaco (del detestable que se produce en el país), mordió una dosis
más que mediana que masticaba con entusiasmo, luego me ofreció para que yo mordiera
a continuación, lo rehusé desde luego, me protestó que su oferta era sincera,
le probé que mi negativa lo era también, y por último, yo adelante y él atrás
(humildad característica del llanero), salimos de casa y nos echamos a rodar
por las inmensas calles de esta capital.
En puridad de verdad, no andaba Palmarote escaso de razón al quejarse del frío,
acostumbrado, por otra parte, al calor sofocante de las llanuras. La humedad de
la atmósfera helaba las extremidades del cuerpo, por lo cual tomamos la acera
azotada entonces por el sol. Palmarote abría unos ojos llenos de avidez y de
curiosidad. Estamos en la calle del Comercio, le dije.
—¡Mire usted, Dotor!, con rasón yaman a esta suidá la empoya de las letras:
¡mire cuántos letreros!
—El emporio de las letras, querrá usted decir.
—Lo mismo bale, Dotor, que yo no soi plumario. ¡Cuántos letreros!, uno, dos,
tres... ¡Caramba!, cada casa tiene el suyo. ¡Deletréeme aquél!
—«Pastelería nacional».
—Eso si es berdá. Dotor: en cuanto a pasteleros, aquí no reconosemos padrote, y
para descubrir el pastel, también estamos solitos. ¡Lea aquel otro, aquel del
pabo!
—«Pavos y pichones para los parroquianos vivos y asados».
—¡Jesú, y qué lástima les tengo a los parroquianos bibos!, porque al fin ya los
asados pasaron por la candela. ¡El de más ayá, Dotor!
—«Códigos nacionales para instrucción de los empleados que se venden a precios
cómodos».
—¡Gran consuelo es ése para los probes, mi Dotor! Mire aquel otro; pero
apártese que lo tumba ese burro. (¡Vuelta burro, juío, juío, juío!)
—«Aquí se amuela casi de balde».
—¡Caramba!, ya lo creo; pero buélbase a apartar, Dotor, ¡mire esa carreta!
(¡Ese buei palomo, choooó! Marchantes, ¿compran carbones?) ¡Ah lusero!, mire,
Dotor, aqueya ojos negros, pelo negro... ésa. ¡Candela y qué buena pata debe
tener! ¡Mire cómo pisa en la piedra, ni se trompieza, ni pierde el golpe! Tiene
toas las condiciones.
—¡Sepamos, Palmarote, cuáles son esas condiciones!
—Ancas, pecho, siete cuartas, suabe de boca, y güen mobimiento. ¿No correrá con
la silla, Dotor?
—Pero entendámonos. Palmarote, ¿habla usted de mujeres o de caballos?
—Pué entonce léame aquel otro letrero, que ya beo que no nos vamos a entender.
Y apártese que ahí ba una carreta con basura. ¿Pa onde yeban esa basura, Dotor?
—Para aquel basurero que ve usted allí.
—¡Cómo!, ¿en la capital de Berensuela hai un basurero entre la suidá?
—Uno no más, no, Palmarote; todavía hay algunos otros.
—¡Corotos! Y buélbase a aparear, Dotor, y le aconsejo que se biba apartando:
mire una trosá de gente que biene ayí, y aquí biene otra, estos barriles, y ese
borracho, mire, mire (¡Lepruu! ¡Biba la emocracia! ¡Bibaa! ¡Caramba! —¡Compran
piedras de amolar! ¡Arre burro, juío, juío, juío! ¡Ea, ñó elombre, apártese!
—¿Usted habla conmigo? Mire que si me le boi al bosal jase barro con el rabo).
—Vamos, Palmarote, continuemos y tomaremos ahora la calle del Sol.
—Ja, están crendo estos muñecos que como anda medio inquilino no puee cantar en
patio ageno, y no saben que yo ni miro joyo ni palma chiquita, y cuando no tumbo
al toro le arranco el rabo.
—Estamos, pues, ya en la calle del Sol, Palmarote.
—¿En la caye del Sol, Dotor? Acaso el sol sabanea más por esta caye que por las
otras?
—Tienes razón: este es un nombre de capricho; pero esto viene de la necesidad
de nombrar las calles, bien que algunas tengan un nombre alusivo o histórico.
En los pueblos de las llanuras no se conoce esta necesidad, ni tampoco la de
numerar las casas, porque allí las poblaciones son reducidas, las calles
pequeñas, las casas más distantes puede decirse que están vecinas y los
individuos todos se conocen entre sí. No sucede así en las grandes ciudades
atravesadas por muchas y extensas calles, con casas varias y en número infinito
y con una población considerable, enriquecida casi siempre con gran número de
extranjeros.
—Sí, ya comprendo la necesidá de jerrar las casas, así como sucede con el
ganao, que habiéndose aumentao tanto, ha sido menester pegarle un jierro. Y
diga usted, Dotor, ¿algunas casas orejanas que he visto aquí, no podría el
vecino quemarlas con su jierro?
—Eso seria un robo, Palmarote, como lo seria el hecho de apropiarse el
individuo un Orejano que no está en sus sabanas. Esas casas no están numeradas
por descuido.
—Y a propósito de estranjeros, diga usted, Dotor, esas gentes de esas otras
tierras, ¿serán cristianos?
—No todos lo son, Palmarote; porque no todos los pueblos adoran al Cristo del
Calvario. Hay los judíos que, no reconociendo al Hijo de Dios, observan el
antiguo código de Moisés. Hay los mahometanos, que...
—No siga, Dotor, que ni yo tengo catria de tos esos códigos, ni es eso lo que
he querío preguntarle. Lo que yo quiero saber es si esos Musiusque bienen de
por ayá hablando en lengua, son gente güena.
—La sola calidad de extranjeros, Palmarote, o de naturales no hace a los
hombres buenos ni malos. El corazón, la índole y los principios de educación
son las causas de la bondad o maldad del individuo. Así que entre los
extranjeros, como entre los naturales, hay gente buena y gente mala. ¿No conoce
usted venezolanos malos, Palmarote?
—Y tantos, Dotor, que más balía que no los conosiera.
—Pero hay una circunstancia en favor de los extranjeros. Todos los más vienen
al país por conveniencia, y siendo desconocidos en él, necesitan hacerse una
reputación, tienen que hacer dobles esfuerzos para merecer la estimación
pública. De ahí viene que sean por lo regular más morigerados y más laboriosos
que los naturales, y de aquí el rápido incremento de su fortuna.
—¿Y cómo ha de ser güeno, Dotor, que esos marchantes bengan aquí a yevarse los
riales?
—Malo y muy malo sería que se los llevasen, si no dejasen en cambio un
equivalente. Pero al contrario, ellos, plegando a esa sed insaciable de
riqueza, que no sentimos nosotros por cierto, contraen todas sus fuerzas al
trabajo, establecen industrias desconocidas en el país, que van a ser otras
tantas fuentes de riqueza pública, emplean en sus establecimientos gran número
de obreros naturales, que más tarde se harán empresarios, o al menos se harán
más hábiles y diestros en su industria, fomentan, por tanto, y hacen popular el
amor al trabajo, satisfacen con sus productos gran parte de las necesidades del
país y sirven, por último, de estrechar más y más los lazos de nuestra
República con las distintas naciones a que ellos pertenecen. ¿Qué importa,
pues, que en cambio de tantas ventajas se lleven parte de nuestro numerario?
Porque has de saber, Palmarote, que la riqueza de una nación no consiste en el
dinero que ella tenga, sino en los productos que...
—¡Alto ahí, Dotor!, ¿cómo es eso? ¿La riqueza no consiste en el dinero?
¡Cañafístola! Si yo dijera eso ayá en mi tierra, me apedriarían.
—Y sin embargo, esa es la verdad, Palmarote, como lo persuaden los economistas.
—¡El diablo serán esos aconomitas, Dotor! No dormiría yo con eyos ni que me
dieran una baca paría.
En esa sazón y coyuntura atravesábamos mi paisano y yo la plazoleta de San
Francisco:
—Y ese edificio que ve usted a su izquierda es lo que fuera un tiempo el
convento de frailes franciscanos, destinado hoy a las sesiones de las Asambleas
Legislativas. ¡Acerquémonos!
—Y diga usted, Dotor, ¿aónde se han dio esos flaires?
—A la eternidad, Palmarote. Después de la extinción de los conventos todos han
muerto ya.
—Serían traviesos los tales flaires, Dotor, porque yo sé unas historias de sus
paternidaes... ¿Y dise usted que aquí biben ahora esas señoras Asambleas?
—Decía yo, Palmarote, que en ese local se hacen nuestras leyes.
—¡Caramba, Dotor! ¿Y pa una cosa tan pequeña un caserón tan grande? Pues
andarán eyas toas regás quini frutas de maraca.
—Continuaremos, si le place, Palmarote, y volviendo esta esquina, ganaremos la
calle de las Leyes Patrias: ¡Mire usted ese paredón, que arrancando desde aquel
edificio que ve usted allí, recorre toda la manzana! Todo eso es el convento de
Reverendas Madres Concepciones.
—¡Hum, malo, malo! ¿Tan cerca de los flaires esas madres? ¿Y no es pecao que
las monjas sean madres, Dotor?
—No, Palmarote; es un título que se da a las religiosas, quienes renunciando al
mundo y abrazando una religión de las aprobadas, se dice que son esposas de
Jesucristo, nuestro Padre, así como a los clérigos se les llama padres,
considerados como esposos fieles de la Iglesia, nuestra madre.
—¿Y qué dirán esas santas mujeres de nuestras cosas, Dotor? ¡Y gordasas que
estarán ahí entrese potrero, y cómo chocarán al tranquero por berse a toa
sabana!
—Ese edificio que está al frente, Palmarote, es el Seminario Tridentino, el
establecimiento más útil y más célebre de nuestro país. Ahí se enseñan las
ciencias más importantes al hombre...
—Hablemos claro Dotor: ¡aquí se conseña a papelero; aquí es que se apriende a
Dotor; pero ya naidie quiere aprender a cura, no señor! Papeles ban y papeles
bienen; pero naidie dice «dominos bobisco». Cuando saben haser cuatro gasetas,
se cren ya unos hombresitos; pero coja usted un Dotor y póngale una soga en la
mano, pa que lo bea too regao en siya. Ni sabe apiársele a un toro, ni arriar
una madrina, ni trochar una potranca, ni pasar su siya, ni maldita la cosa ¡Y
esto no es sencia! No, señor; gasetas ban y gasetas bienen; Dotores por aquí y
Dotores por ayí; y ni el toro se tumba, ni se jierra el beserro, ni se arrea la
madrina, ni se trocha la potranca y se moja la siya. ¡Y tóo no es sencia!
—¡Qué disparates, Palmarote! ¿Qué seria de la sociedad si todos fuéramos arreadores
de madrinas, como dice usted? Los cultivadores de las ciencias, como los
industriales, como los que ejercen oficios, etc., todos, todos prestan un gran
servicio a la sociedad, auxiliándose recíprocamente, y es necesario que todos
desempeñen funciones distintas. Sería imposible que...
—Pare, pare, Dotor, que ya beo que usted también es papelero, y dígame: ese
jumo blanco que se be ayí arriba del serro ¿qué significa? Porque, jumo no puee
ser, porque ¡hombre!, ¿quién ba a estar asando tanta carne ayí a estas horas?
Polbo tampoco, porque ¡candela!, ¿qué bestias puee estar barajustando ayá
arriba? Yo digo que eso debe ser el paro frío.
—Esos son los vapores que exhala la tierra, Palmarote, que no pudiendo ascender
más por su peso, ni descender por ser más ligeros que las capas inferiores del
aire, se quedan en esas regiones atmosféricas 1.
—Apártese, Dotor, que aquí biene uno a cabayo. ¡Guá!, el mocho es de la cría
padronera: ¡béale el jierro en este ganso! Mire, Dotor: yo tengo un mocho
rusio, grande; buen moso, y con unas ancas, que se puee escribir una carta, y
tan baquero, que la ilasión es que el toro se mené, cuando, ¡sas!, ya me yeba a
la buelta del cacho; ¡mocho de responsabilidá! ¿No le gustan a usted los
mochos, Dotor?
—¡Oh!, mucho, muchísimo, me desvivo por un mocho.
Al llegar aquí nuestro diálogo, tiempo había ya que nos encontrábamos parados
en la esquina que forman al cortarse las calles de las Leyes Patrias y de las
Ciencias.
—Mire usted —dije a mi protegido, señalando hacia el oriente , aquella plaza
que ve usted allí es la de San Jacinto.
Al oír esta palabra Palmarote hizo un movimiento convulsivo, semejante a esos
sacudimientos galvánicos, y palideció.
—¡Caramba! —dijo después de un momento de silencio—, si yo juera desos
jasedores de leyes, la primera lei que sacaba del morde sería: «que se
compusieran las cárseles y se les añadieran algunas piesas más», porque, Dotor,
puee ofrecerse pará un rodeo ayí y no hai sabana; bien es que en un barajuste
de ganao hai nobiyo biejo que ba a tené al inprosulto.
Palmarote calló, su frente se puso un tanto sombría, un profundo suspiro salió
de lo íntimo de su corazón y una preñada lágrima rodaba lentamente por la
mejilla de aquel rostro tostado por el sol y arrugado por las fatigas de una
vida rudamente laboriosa. A pesar mío interrumpí aquella situación interesante
e hice seña al paisano de continuar nuestra carrera. De allí a poco nos
encontramos al frente del Palacio de Gobierno. La entrada estaba sellada de
gente. Volvíme hacia Palmarote y le dije:
—Está cumplida mi oferta, amigo mío: está usted en el Palacio de Gobierno, y
aquí tocará usted, como Dios lo ayude, con las personas cuyo favor solicita.
—Y diga usted, Dotor, ¿detrás de ese serro no haberá algún yano?
—Sí, Palmarote: detrás de ese cerro está el horizonte. ¡Adiós!