Prof. Hugo Arana Páez
Hasta finales de la década de los años cincuenta del siglo veinte no había en San Fernando servicios fúnebres establecidos; en ese sentido, era usual observar como los familiares, vecinos y amigos llevaran en hombros hasta la última morada, al familiar, vecino o amigo fallecido.
Asimismo era habitual observar como los habitantes de este pueblo se horrorizaran ante un homicidio y ante la “muerte de repente” (como coloquialmente denominaban los apureños a los fallecidos de un ataque de infarto) de una persona. Por otra parte, cuando algún parroquiano fallecía inesperadamente, víctima de un paro respiratorio, cardíaco o un accidente cardiovascular (ACV), se escuchaba la frase: -iAnoche se murió Don fulano!. De inmediato alguien preguntaba
-¿Y de qué?
-De repente! Respondía el interlocutor queriendo expresar que el mal que consumió al infeliz parroquiano era morir de repente.
Asimismo era habitual escuchar en los sanfernandinos aquellas frases que aludían a los que recién fallecían: Fulanito templó el dulce, Zutanito peló el diente, Doña Ana cruzó el páramo sin escarpines, Fulanita peló gajo, Doña zutana se nos puso adelante, Perencejo anoche se cansó de vivir en San Fernando y se fue con la Pelona, o el más expresivo de todos: - Don Zutano se mandó a medí (tal vez por aquello de que en esa época, el carpintero del pueblo, acudía al lecho del enfermo a medirlo para fabricarle la urna a su medida).
Las parihuelas y los chinchorros:
Primigenias ambulancias de San Fernando. Las formas de llegar a un hospital eran menos expeditas. Cuando un agricultor, por ejemplo, en un lejano caserío se cortaba con el hacha con la que estaba derribando un árbol, era recogido por sus compañeros y llevado en parihuela al pueblo más cercano.
Se llamaba parihuela a una pieza de cuero seco de res, de un metro ochenta de largo, por medio metro de ancho; el cual era atravesado por dos varas de dos metros de largo, constituyendo una especie de camilla. En su defecto el lesionado o el muerto, era transportado también en una hamaca o chinchorro, al que le atravesaban por las cabulleras una vara de dos metros de largo, que porteaban dos hombres.
En estos transportes acostaban al lesionado o al difunto, los cuales eran llevados por dos fuertes hombres; que cada cierto trecho eran relevados por otros dos y así alternadamente hasta llegar a destino. Así llegaban al cementerio o al centro de salud. En su ausencia al “Curioso” como se denominaba entonces a quien practicaba la medicina empírica.
Aprestos para el velorio:
En esa época cuando se anunciaba la gravedad de un enfermo era necesario comenzar a arreglar la casa para el futuro velorio, ésta se pintaba rápidamente, se solicitaban sillas prestadas a los vecinos y se compraba suficiente aguardiente, café, chocolate, cigarrillos y hasta tabaco para obsequiar a los acompañantes.
El velorio era, en algunos casos, una especie de pequeño jolgorio, ya que entre sollozos de los dolientes, tragos de aguardiente, humo de cigarrillo, mascadas de tabaco y escupitajos (salivazos), los amigos del finado amanecían contando chistes, cuentos, e historias y algunas veces jugando barajas.
También se practicaban otros ritos. Primero se vaciaba en el patio el agua de beber, es decir, la que se hallaba contenida en las tinajas y la que se hallaba en la piedra o filtro del tinajero y también se sacaban de la casa todos los alimentos. Simultáneamente se armaba el altar y comenzaban los rezos.
Inmediatamente que salía de la casa la procesión fúnebre, había que tomar medidas para evitar que el espíritu del difunto quedara deambulando por la casa, asustando a los familiares. Alguien debía quedarse para colocar las sillas contra las paredes, para evitar que el espíritu del difunto tuviese la tentación de venir a sentarse en ellas, quedándose en la casa y no viajar al más allá.
Urnas a la medida:
En esa época no había en San Fernando empresas dedicadas a prestar servicio de pompas fúnebres, por lo que eran los carpinteros del pueblo los encargados de elaborar el sarcófago. A veces ocurría que en medio de la gravedad, la esposa u otro familiar del enfermo llamaba al carpintero para que le tomara las medidas al futuro viajero y de esta manera comenzar a elaborar el cajón, el cual generalmente se forraba en pana negro, de allí que en Apure los mamadores de gallo le pusieron apodos a aquellas personas de color, a los que llamaban “Forro de urna”.
Para el entierro todo era más fácil. En el solar de la casa donde estaba el moribundo, comenzaba la construcción de la urna. De modo que desde el lecho el individuo oía los martillazos y por supuesto sabia de qué se trataba el asunto.
Otros más precavidos compraban el sarcófago y lo mantenían en un rincón de la casa. Algunas veces la urna era dada en préstamo a algún vecino, familiar o amigo que lo agarraba la pelona, porque sus familiares no tomaron la previsión de mandarle a fabricar previamente su sarcófago. Este préstamo era mientras se celebraban los actos fúnebres, porque finalizado el mismo, los familiares mandaban a construir otra, para devolvérsela a la persona que le había hecho el favor de prestárselas.
Las más solicitadas eran aquellas hechas de madera de cedro amargo, porque se creía que sus tablas ahuyentaban a los espíritus. Esas, por supuesto, eran las más caras. En Tinaquillo, según lo relata su cronista José Ramón López Gómez, la municipalidad tenía una urna llamada por el pueblo “vaya y vuelva”, que servía para enterrar a los menesterosos, era un cajón de madera, hecho de recortes de madera, generalmente de tablas de embalar, eran urnas sin forrar, donde se leían los letreros de los productos que contenían, tales como, “Kerosene El Capitán” o “Velas de esperma El Carmen”. Iba esta urna montada en un par de ruedas, que transportaban los enterradores de oficio y donde se colocaba al difunto, llegado a la fosa seleccionada previamente, se sacaba al infeliz se volteaba la carretilla y se arrojaba al cadáver al fondo del duro, frío y pedregoso albergue, retornando la urna vacía de nuevo a la municipalidad.
Blas Gómez, popular fabricante de urnas a la medida era un carpintero muy conocido en todo San Fernando que tenía su taller detrás de la antigua casa parroquial.(...)
Cuando un enfermo comenzaba a agravarse, y después que sus familiares hubieran agotado todos los recursos médicos, el futuro viajero debía cumplir previamente tres fases en su limitado resto de vida que le quedaba. Primeramente, la familia solicitaba a la inspectoria del Tránsito, (…) colocara un aviso en los extremos de las dos esquinas donde yacía el enfermo Estos avisos decían: Despacio, enfermo. No toque cometa, que amén de incómodos, eran pavosísimos.
No obstante, los familiares todavía abrigaban esperanzas de que al infeliz todavía no se lo Ilevara la pelona. Sin embargo pese a los esfuerzos de los médicos, los familiares observaban que el enfermo inexorablemente continuaba agravándose; en ese momento acudían al sacerdote para que le diera la Extremaunción o los Santos Oleos, rituales que se realizaban entre gemidos y sollozos tenues de la familia. No obstante todavía abrigaban un halito de esperanza.
Pero el acabóse (como decían los viejos y viejas apureñas), era cuando Blas Gómez, entraba al aposento del moribundo. Ahí si, el escándalo de dolor y llanto era mayúsculo e incontenible, porque su presencia significaba que ya no había tutía, por cuanto, esta visita significaba la despedida del paciente, es decir, que su muerte era inevitable.
El entraba al saloncito con su ayudante y su cinta métrica y acercándose al agonizante enfermo, tenía el tupé de preguntarle ¿como estas?. De inmediato tomando la cinta métrica, comenzaba a dictarle a su acompañante en alta voz: uno ochenta de largo, setenta de ancho y sesenta de alto. Posiblemente de allí viene el refrán... "fulanito se mandó a medir"..., queriendo significar que ese individuo había fallecido;
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