"Dos dueños de hato que, además de cordiales y buenos vecinos, eran compadres "de sacramento". Ambos poseían rebaños de ganado vacuno en cantidad considerable, al extremo de no saber con precisión, ni el uno ni el otro, el número de cabezas que tenían, cosa ésta muy frecuente en los Llanos, donde no hay empalizadas ni ninguna otra clase de cerca.
Uno de ellos, que se preciaba de hombre travieso, solía llevar al desolladero de su casa, y para sus gastos de alimentación, reses orejanas pertenecientes a la posesión de su compadre y colindante.
Las reses ajenas que mataba, por un raro escrúpulo de conciencia, las anotaba, no en un libro, que el buen hombre no sabía escribir, pero sí en una tira de cuero. Con un cuchillo le hacía un piquete a la tira por cada res muerta. Llegaron a tantas las reses, que al cabo de años la correa de cuero crudo parecía una sierra de puro dentada.
Y se presentó el trance final: la muerte se le venía encima al pobre llanero Mas no podía morir tranquilo: el cargo de conciencia de haber hurtado tantas reses a su compadre bienamado le hacía terrible la agonía.
Resolvió enviar a buscarle para suplicar su perdón: no quería él presentarse a San Pedro sin aquel pasaporte para la eternidad.
-Compadre -comenzó a decirle con voz apagada-, yo me he comido una porción de orejanos suyos. No puedo morir en paz del Señor con este cargo de conciencia si usted no me perdona.
El interpelado se puso a reflexionar contando con los dedos y como haciendo cálculos. Luego abordó al moribundo:
¿Y ha llevado usted la cuenta de esas reses, compadre?
El moribundo sacó la correa de debajo de la almohada con que tenía aderezado el chinchorro, Y se la extendió al interesado. Éste contó los picos y sumaban unos doscientos, suma redonda; sonrió y respondió con desparpajo:
¡Muera usted tranquilo, compadre!...
En la correa en que yo llevo, la cuenta de las reses que me he comido suyas, se miran doscientos. . . y diez picos! ¡A padrote viejo no le relinchan potrancos!
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