“Barcos que remontaban las aguas elevando cascadas pardas con sus ruedas de turbina, algo jamás presenciado en esos remotos paisajes al pasar al hilo de las barrancas. Y en el más lujoso, de negra chimenea, cubierta de barandales y casco blanco con la insignia de una garza real dibujada en la proa, don José Antonio Baldó, vendedor de ilusiones y comprador de todo lo que se vendía en la tierra de promisión.
De sus bodegas brotaban como en los tiempos pasados de esplendor, abalorios, perfumes, sederías, licores, especias, golosinas. Casimires, sombreros de terciopelo, botas cordobesas, cinturones, fajas y sillas de montar y cuando partían iban repletos de pieles de reses, carne de salazón, café, tabaco, cacao, maíz, granos, verduras, cueros de venado, tigres y caimanes de las selvas, sabanas y ríos de la inmensa comarca.
Pero la carga más codiciada era la pluma de garza que por los meandros de agua, traían los cazadores emboscados, contratados con anticipación. Ruido de alas, toldo de los esteros, vuelo blanco de las garzas reales, rosas rojas, las cororocoras, rosadas las paletas, azul grisáceo, las morenas; cenizas, las veraneras, las únicas que cantan y no escapan durante el verano para con su canto llamar al invierno.
Mientras los cazadores, sedientos de codicia recorrían esterales, madres viejas, cañadas y resacas, lagunas y lagunazos, dondequiera que había garzas de sedosos airones para adornar los trajes y sombreros de las mujeres de Europa y los morriones de la Guardia Imperial del Zar de todas las Rusias.
Centenares de canoas navegantes por los sitios donde anidaban las aves y mudaban su vestimenta en los meses de lluvia.
Quinientos hombres caminando en las aguas, hundidos hasta la cintura, protegidos con altas botas contra la caribada asesina, mientras recogían el plumaje que sobrenadaba en gigantescas natas blancas. Cien hombres, carabina en mano, infringían la ley matando garzas porque la pluma de estación es pluma muerta y las más cara, más bella y solicitada, era la pluma viva aunque se agotara la especie. Sobre todo la de la chusmita, parecida a un báculo de seda, llamada "flor de sangre" al arrancarla del cuerpo palpitante, porque el cañón ensangrentado, la hacía durar más tiempo lozana y fresca.
Figurines de garzas embalsamadas en medio de los aguazales para atraer a sus compañeras del cielo a recibir su plomo de muerte, queja errante de la veranera con su canto plañidero, visos a flor de agua del lomo de los pavones, señuelo y festín de los picos.
Olor penetrante a alcanfor en los playones, donde se acumulaban cajas de latón llenas de plumas, preservada contra la polilla por sus bolitas blancas.
Almacenes en los puertos del río de altas fachadas barrocas, construidos a todo lujo, para guardar cargamentos a la espera de los barcos.
Y al frente del negocio de tierra, a la espera de su patrón, un libanés rechoncho, experto en la materia, que seleccionaba, regateaba, dirigía el trabajo y recibía los bongos, barcazas y carretas de los recolectores ambulantes.
Vendedores de la mercancía sangrienta en la llanura sin fin, compradores de la fantasía de un mundo desconocido que obnubilaba su mente.
Pacas y pacas sedeñas que cargaban los barcos a cambio de exquisiteces por primera vez vistas en esas distancias.
Cazadores en peleas a muerte durante el asalto de los remansos para arrebatarse lo que se seria su botín precioso. Aguas enrojecidas por la sangre de garzas y hombres asesinados en las noches.
Sobornos, crímenes, mientras continuaba el saqueo para abastecer los barcos. Y en cubierta, siempre José Antonio Baldó, de pie, sonriente, alto y delgado de cuerpo. Bajo la sombra de su ancho sombrero blanco, sus rasgos alargados y sus ojos encendidos, como un Sultán del Oriente, recibiendo sus ofrendas en pago de la magia del mundo."
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